Lluvia de septiembre

No era una belleza de esas que atrapó el mármol de Grecia, pero...

Fue en la década de 1950, en la segunda mitad de la misma. A pesar que la década de 1950 pueda parecer tan lejana, yo recuerdo con nitidez lo que sucedió en esos días de setiembre.
Había códigos, costumbres entonces: si alguna persona amiga o vecina caía enferma y no tenía quien la cuidase, alguien del vecindario lo hacía.
En la época que evoco, mi hermana Ana dedicaba algunas horas de las noches al cuidado de una señora, viuda, enferma que ocupaba la casa contigua a la nuestra y cuya hija, de sobrenombre Michí, era profesora y daba clase 4 horas en las tardes y noches, todos los días lectivos. Quiso el destino que Ana también cayera enferma con una virosis que la recluyó en cama con fiebres altas, poco más de una semana. Mi madre me pidió que la substituyese en acompañar a la viuda:

– Podes leer casi todo el tiempo, la señora no pide prácticamente nada – me dijo Ana
– Sólo que viene, minutos antes de las 7:30, una monja del Cristo Redentor para las inyecciones – completó.

El primer día, la llegada de la monja, fue para mí una sorpresa mayúscula: ella era una chica alta, delgada y de figura proporcionada, pelirroja, con unos ojos azules magníficos engarzados en un rostro de rasgos de espléndida armonía. No era una belleza de esas que atrapó el mármol de Grecia, pero sí muy atrayente con sus 20 añitos en flor (luego supe que eran 23).
Un hombre se da cuenta cuando recibe una visita proveniente del territorio de lo no común.

– ¿Qué pasó? ¿No está Ana?- indagó cuando le abrí la puerta.
– ¡Hola! Soy Carlos. Mi hermana está enferma. Vendré yo hasta tanto ella pueda volver – le respondí mientras me hacía al lado para dejarla entrar.
– ¡Pobretee! Y pobre vos que te toca cuidar la señora. ¡Qué tedio!! Yo soy Teresa

Entró con andar elegante, refinado, altivo. Vestía una pollera más larga que las que usaban las chicas de la época, sin embargo la corta parte de las piernas que podía ver, lucía perfecta, y despertaban el deseo de mirar las rodillas y….los muslos. Ella percibió mi mirada, desapareció en el cuarto de la vieja señora, no sin antes regalarme una meteórica mirada de censura.
Yo tenía 18 años y solía, de tanto en tanto, saltar de una cama a otra y, si se presentaba la ocasión y no había cama, me amoldaba a la butaca posterior del auto o, de últimas, al césped. Pero ella era una monja. Una linda monja, sí, pero ¿quién no sabe que ellas no viven como los comunes mortales? Eso me imposibilitaba de atender las impulsiones de la tentación. Debía evitarla. Es vano afligirse por objetivos que no están a nuestro alcance. Volví a entregarme a la lectura, pensando: “¡Qué desperdicio de chica, no da para una orden religiosa, más bien para que cometa tres de los siete pecados capitales”
Finalizadas las curaciones salió del dormitorio y disparó la pregunta más obvia:

– ¿Qué libro estás leyendo?-
– Las memorias del marqués de Sede- le mentí, sólo por broma.
– ¿De Sede?- sonrió como con incredulidad
– Si –
– ¿Aquel que….?- torció la nariz.
– Del mismo. Era un hombre de carácter perverso,….depravado y de vida galante repleta de obscenidades, pero también de lengua y conversación fluida. Me resulta, es entretenido y gracioso- incrementé la mentira para ver su reacción.
Mi picardía hizo que se le colorearan las mejillas que se volvieron tan rojas que rivalizaban con su cabello. En las pupilas brillaba su desdén. Creo que iba a decir que reprobaba pero no encontraba las palabras de la contundencia que buscaba.

– Dejemos la lectura y desarrugue la nariz: le gustaría un café o un refresco? – le dije para sacarla de una situación incómoda.
– Café con gotas de leche, muchas gracias. La señora es la última enfermita de estas noches, puedo demorarme algunos minutos para beberlo. – aceptó suavizando la mirada.

Se sentó en la silla a mi derecha con, en la cara, una expresión condescendiente. Estimo que me había asignado el rótulo de superficial y bobo, puesto que leía libros de ese tenor.
Hablamos, mejor dicho tratamos diferentes temas por algo más de una hora y descubrimos que varios de nuestros puntos de vista y opiniones se tocaban. Aun no era monja, era novicia preparándose en el convento para profesar y no estaba obligada a regresar allí al final del día cuando salía a atender pacientes. Las noches las pasaba en su casa.
La acompañé, caminando sin prisa a su lado. La viuda estaba sumergida en un sueño “pedido prestado a la muerte”.
– Nos vemos mañana. Y dejó de leer sólo para divertirte esos temas retorcidos. Me demostraste que sus inteligente. Le también para aumentar tus conocimientos tu cultura. – dijo al despedirse.
– Ya leí la Biblia. A veces es necesario leer por el simple placer de leer.- le retruqué con malicia.
– ¡No seas gallo de riña! Adiós –

Estaba sosegado, distendido la noche siguiente cuando a las, aproximadamente, 7:15 sonó el timbre. Teresa vino más temprano que el día anterior. También fue expeditiva para aplicar las inyecciones y regresar del cuarto de la señora. Abrió la conversación con:

– ¿Dejaste de leer ese libro horrible? –
– Usted pidió, yo obedecí –
– Podes tutearme pero, no burlarte de mí, ¡Echo!-
– No, no me burlo, yo siempre me someto a un deseo de una chica bonita –

Otra vez el color de su cara se volvió parecido al de su cabello.

– ¡Carlos!! Compórtate, por favor. ¿Hoy no hay café? –
– Doble si, uso…vos quieres.-

Estábamos otra vez los dos sentados juntos, exentos del drama de la viuda enferma e inmunes a cualquier otro suceso de la vida real, fuera de las frases que entrecruzábamos en una sintonía que aún no entendíamos. Nuestras voces tenían el timbre de la intimidad. Solamente faltaba iluminar el secreto.
Había códigos entonces: las jóvenes casi no podían quedar a solas de día ni de noche. Teresa se sinceró que había engañado a la madre y a la superiora del convento sobre la cantidad de enfermos que debía visitar y medicar todos los días. Prefería conversar con las acompañantes de las pacientes en lugar de volver temprano a su casa y escuchar a su madre quejarse de su destino: “esta es mi cruz…., ahora ya no espero nada más…, mi vida no tiene arreglo……”. No, no la soportaba.

– Hace tres semanas que nuestra señora es la última enfermita que visito, y me demoro conversando con tu hermana Ana o con Michí, los sábados, domingos y feriados.- comentó.
– Y ahora te tengo a vos para “matar el tiempo”. ¿A vos se te hacen llevaderas las charlas que compartimos? – intentaba descubrir lo que yo pensaba del tiempo que pasábamos juntos.
– ¡Ni lo dudes!! El intercambio de palabras e ideas con vos es agradable y, con frecuencia, divertido – Mi respuesta la hizo sonreír. Era lo que quería oír.
– ¡Qué tarde se hizo! Tengo que volver a casa, la cena es a las diez ¿me acompañas como ayer? – pidió gentilmente.
– Si me prometes darme un beso de despedida, si – la desafié
– ¡De ninguna manera”! – respondió

La acompañé otra vez caminando sin prisa a su lado, los 500 metros que separaban la casa de la viuda de la de ella.

– Hasta el cafecito de mañana a la noche – dijo y me dio un beso en la mejilla.

Entonces era casi una intimidad. Las chicas sólo besaban los parientes y el novio. Con todo no le di importancia. Pensaba “no es más que un jueguito, en respuesta a mí “condición”, para acompañarla.”

El jueves, el tercer día que cuidaba de la vecina, fue una noche de lluvias fuertes y repentinas. Yo miraba, por la ventana, como setiembre nos regalaba, a los paranaenses, una tempestad imprevista. En la calle vi como las ráfagas de viento derrumbaron un árbol en la vereda de enfrente y como el agua transformaba el asfalto en río. De pronto divisé una silueta femenina azotada por la lluvia y el viento, con un paraguas desquiciado en la mano. No golpeó a la puerta ya que demoré, cero segundos, en abrirle. Entró:

– Son volubles los días de primavera. Salí de la casa del enfermo anterior con una llovizna, su madre me prestó este paraguas y, apenas caminé 150 metros cayó este vendaval – explicó.

No ella no había encarado la tempestad, la tempestad la sorprendió en la calle. Y, para colmo, ahora debía comprar un paraguas para reponer el prestado. ¡Qué contrariedad!!!
Frunció el ceño. En su rostro brillaban gotas de lluvia que la engalanaban como efímeros adornos, la tela húmeda de su vestido dibujaba las líneas de su cuerpo. Diosa ninguna podía ser más linda.

– ¿Tensé frio? Temes que sacarte la ropa mojada. Anda en el cuarto de Michí y hocete de una bata u otra cosa por el estilo, así podemos secar tus prendas en la estufa- le dije.

Ella vaciló, daba la impresión que no aceptaría el consejo:

– No es necesario…son sólo unos minutos y 500 metros hasta mi casa… – murmuró
– ¿Vas a volver a la calle con este temporal de viento y lluvia? Tiene toda la pinta de durar bastante tiempo. –
– ¡Te parece?-
– Pensarlo bien…el aire se está enfriando….te vas a enfermar…-

Quizás receló (no estaba desencaminada…yo ya tenía el sexo en la cabeza). Dudó unos segundos más pero al fin se dirigió al dormitorio y yo encendí, en la cocina, una vieja estufa a querosene para secar su ropa.
Salió, 15 minutos más tarde, con una “robe de chambre” rosa para cubrir su desnudez y, en el espaldar de dos sillas, cerca de la estufa, colgó las prendas de ropa empapadas: primero la pollera, a continuación la pañoleta de la cabeza (de los que llevan en la cabeza las monjas y las enfermeras), la blusa y la enagua (entonces las mujeres la usaban). Hizo una pausa, un vistazo fugaz hacia mí. La platea (unipersonal) estaba pendiente de sus gestos y pensaba: “¿ahora será la vez de la bombacha?” No fue, colgó su corpiño blanco. El efecto en la turbulencia de mi sangre fue el mismo. Creo que Teresa también tenía su sangre alborotada y que tenía el pálpito que el hecho de exhibir cualquiera de las dos prendas íntimas femeninas, era equivalente al cambio de color de un semáforo, de rojo a verde: vía libre. Por eso su duda al ponerlas a secar. Dio media vuelta, sonrió y me miró directamente a los ojos. Por unos instantes estuvimos ajenos a todo lo que no fuese el mirar de uno fijo en el otro. El secreto quedó iluminado: teníamos un trecho de camino para recorrer juntos los dos. Estaba escrito en el comienzo de las eras. La enfermedad ajena y la tormenta sólo hicieron que nos encontráramos.
Tomé sus manos en mis manos y olvidamos la lluvia y la viuda. Yo olvidé la monja y vi la joven, ella olvidó la monja y recordó la mujer. Yo percibí en sus ojos el inquieto alborozo que la perturbaba. Ella vio el deseo desbordar en mí mirar:

– No es posible…, nosotros no debemos…., es una locura…, no puedo…, es pecado…- intentaba parar lo que, estoy convencido, no deseaba parar.
– No creas que El Barba se ocupa de nuestras caídas…o de nuestras virtudes…Basta de palabras superfluas….Ven, que si los que se aman van al infierno, el paraíso debe estar desierto…- le murmuré mientras buscaba sus labios.
Me esquivó un par de veces hasta que la sensatez depuso sus insignias. La atraje hacia mí y, al cabo de los primeros besos, di comienzo a la tarea de desabotonar, sin otra oposición que algunos “¡No…!” y “¡Déjame…!”. Quedó, después de lidiar con mil botones, abierta la bata rosa. Teresa ensayó una última resistencia a rendirse: cubrió los senos con las manos, pero, enseguida las necesitó para abrazar y ahí comenzó una de las mejores versiones de batallas cuerpo a cuerpo. En la cama del cuarto de la hija de la viuda enferma, aquella noche, hicimos dos ofrendas en el altar de Afrodita.
Al volver de la entrega a los sentidos y recobrado el aliento, tomamos conciencia del tiempo transcurrido:

– Jesús! Son más de las diez. Me voy, me tengo que ir – exclamó.
– ¿Ya?-
– Ya: vuelvo mañana a la hora de siempre –

La enferma tuvo sus inyecciones y medicación, tarde y de prisa, esa noche. ¡Valió la pena la demora, lo juro!!
Afuera, en la calle, había amainado la lluvia. El paseo hasta la casa de Teresa fue casi sin nubes en el cielo. Un epílogo relajante para ese día de éxtasis.

– Nos vemos mañana- le dije a modo de despedida.

Nuestros labios se encontraron, una vez más, fugazmente.
El día siguiente, viernes, nuestros cuerpos se buscaron y encontraron nuevamente.
Fue la última vez puesto que durante el fin de semana Michí cuidó de la madre y el lunes, ya mi hermana Ana había sanado. No hubo otra oportunidad de estar a solas con Teresa ya que ella nunca aceptó mis convites en los días siguientes. Tal vez porque veía en mí, sólo un “pendejo” con quien había tenido, no más que un desliz. Ella no era debutante en eso de “hacer el bien a los hombres”. Todo lo que hizo y dejó que le hiciese en la cama, fue con admirable naturalidad y arte. Ella había, sin dudas, probado otros frutos en otro tiempo y lugar. Pero yo no indagué y ella no hizo mención alguna de esa parte de su pasado.
Nunca llegué a saber que la había impulsado a esa (¿apresurada?) decisión de entrar en una orden religiosa.
Esa primavera transcurrió. A finales del verano siguiente comencé a estudiar en la universidad de Buenos Aires. En julio regresé a Paraná, unos pocos días, en uno de los cuales volví a ver, de lejos, a Teresa. Seguía esbelta, pelirroja y atrayente, mejor dicho, magnética. Pero ya no era novicia, estaba con otra persona: la otra mitad de una pareja de enamorados. Me fascinó ese romance hecho de ternura, del cual yo era intruso espectador.
El mundo había recuperado una belleza y no me desagradó suponer que una repentina lluvia de setiembre la ayudó a retomar el rumbo correcto.

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